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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Al borde del fin del mundo


Los acantilados de Moherse encuentran en el límite suroccidental de la región de El Burren, cerca de Doolin, en el condado de Clare de la República de Irlanda. El verano pasado tuve la suerte de viajar a este increíble país y pude maravillarme con los más de doscientos metros de caída de este paisaje.
Después de una mañana de cabezadas en un autobús por fin llegamos a la costa y el tiempo pareció darnos la bienvenida; tras un día en la que las nubes negras y la lluvia danzaban alrededor de nuestro transporte, el cielo se abrió y un azul deslumbrante nos iluminó el rostro a mí y a mis dos compañeras.

Acantilados de Moher, Irlanda, Javier González Sánchez
No presté mucha atención a las indicaciones de nuestro guía, porque en cuanto oí “tenéis dos horas para recorreros los acantilados” mi mente se lanzó a imaginar cómo sería deslizarse rodando por una ladera de hierba fresca que había a la entrada del parque nacional. Por suerte, mi compañera, fiel estudiante y devota de la atención a la figura de autoridad, escuchó todo lo necesario para convertirse en el pepito grillo de nuestra aventura.
Después de las fotos obligatorias en la entrada y al paisaje en general salimos disparados al camino de tierra que recorría el borde de los acantilados. Una bofetada de desilusión me golpeó al ver que unas enormes losas de piedra en forma de valla nos separaban unos diez o quince metros del borde de la tierra. El siguiente golpe vino en forma de monolito que coronaba la entrada del camino oeste en homenaje a todos los muertos en los acantilados, mis amigas y yo nos miramos y con eso y un par de risas fue suficiente “no queríamos ser homenajeados”.
Asumiendo que no podríamos escupir al vacío empezamos nuestra caminata y nada más adentrarnos unos metros en el sendero la gente empezó a amontonarse, y para mi sorpresa no para tomar fotos o contemplar las vistas sino para saltar las altas piedras y examinar el precipicio.

Solo avanzamos unos metros hasta que la imagen de un niño dando brincos con su padre a pocos metros de una caída de 200 metros nos convenció a mí y a mi amiga de que al menos merecía la pena estar en el otro lado. El miedo inicial dio paso a la euforia y cuando vimos que el suelo no cedía bajo nuestros pies nos fuimos alejando de las piedras y acercándonos al borde. Nuestra naturaleza asustadiza nos obligó a sentarnos para no arriesgarnos al típico tropezón y cómo nos había recomendado un joven australiano que conocimos en nuestro hostal nos fuimos arrastrando con el pecho sobre el suelo hasta el borde; lo que nos costó varios intentos y un pantalón que no podría utilizar en lo que quedaba de viaje. La visión del mar me atrajo desde el primer vistazo, una sensación de adrenalina y felicidad me invadió y casi noté que el abismo me tragaba. Cuando sentimos que habíamos hecho suficientes fotos y que no merecía más la pena el riesgo nos arrastramos poco a poco hasta la seguridad de la valla donde nos esperaba nuestra compañera. Sudando y con una sonrisa de oreja a oreja le dije a Pepito <<”Dios, ha sido alucinante”>>, <<”Bah, no ha sido para tanto”>> respondió encogiendo los hombros y sacándome a golpe de realidad de la aventura. 

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